Desde hace más de 25
mil años, el ser humano ha dejado su marca en espacios que habita y comparte desde que se agrupaban en pequeñas comunidades, más tarde en pueblos o en
ciudades, esas marcas han sido manifestaciones o formas de hacer visibles
nuestros deseos y miedos, y materializar nuestra conciencia de mundo, ya sea
individual o colectiva.
Las calles de nuestras
ciudades siguen siendo espacios de comunicación, donde cualquiera anónimamente
puede dejar inscrita una fracción de su vida, por insignificante que ella sea.
Los muros de nuestras calles son como páginas escritas, sobrescritas, borradas
y vueltas a escribir, con una historia tan densa que es imposible de contar.
Siempre hubo alguien más ahí, antes que nosotros, que dejó sus rastros
casi siempre invisibles, ahí nunca seremos ni los primeros ni los últimos y
esos rastros van quedando ahí, capas sobre capas, para siempre encubiertas en
el verosímil de la ciudad. Así, una ciudad es un gigantesco inventario de
inscripciones de humanidad, cada una parte de un posible memorial.
El creador del
psicoanálisis, Sigmund Freud, al elaborar la teoría del subconsciente, afirmó
que nada puede sepultarse, todo se conserva de algún modo y puede ser traído a
la luz de nuevo en circunstancias apropiadas. Esto es algo así como la
fantasmagoría o cuerpo psíquico en las calles: las huellas que van quedando, a
veces como rastros imperceptibles, contienen siempre, e insinúan para quien
esté atento y quiera ver, la presencia inmanente de una pequeña historia.
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